domingo, 20 de septiembre de 2009
Una linda nota para compartir
Mascotas
Por Gabriela Navarra
El mundo bien podría dividirse en dos grupos de personas: las que aprecian a las mascotas y las que no. Desde hace 17 años pertenezco al primer bando. Pero hasta mis 33 (tengo 50) era, si no antimascotas, básicamente indiferente a los animales. Por eso puedo contar por qué preferí cambiar de grupo.
Mi papá nunca quiso tener mascotas. Paradojas de la vida, tiene un hijo veterinario y otra hija (la que escribe) que adora a los animales. Sin contar a Pelusa, la setter de la nueva familia que formó después de quedar viudo y con la que inevitablemente terminó encariñándose. Los dos tienen algo en común: están en la cuarta edad. Mi papá tiene 85; Pelusa, 14.
Trabé relación afectiva con una mascota cuando tenía 33 años y salía (o intentaba salir) de una etapa difícil. Luli, la perrita de mi amiga Lucilene, ya tenía más de 12 años y hacía falta que alguien la sacara a pasear. Comencé a encargarme. Yo, que estaba muy triste, al cabo de un tiempo me di cuenta de que esperaba todos los días el encuentro con Luli, que movía la colita al escucharme llegar. La verdad, me hacía feliz.
Después aparecieron Cucumela y Felipe, los gatos que otra amiga, Marianita, crió desde cachorros cuando alguno de esos individuos que nunca faltan los dejó en la puerta de su casa. A través del contacto casi cotidiano con estos gatitos empecé a entender y apreciar a los felinos, menos domesticables que los perros, y que por eso suelen ser bastante antipáticos para la gente que necesita ser obedecida.
Después hubo otros animales. Pero todavía no estaban ellos, mis mascotas, los perros que me acompañan desde hace casi 8 años: de la mano de un amor llegaron a mi vida Luna, Azul y Morgan. Los tres son "vira-latas" (como dicen en Brasil), mestizos, dos de ellos (Azul y Morgan) encontrados en la calle. Los tres son hermosos. Los años no han pasado en vano y cada uno de ellos tiene sus "achaques", especialmente Morgan, que estuvo gravísimo hace poco, pero fue bien diagnosticado y tratado. Y sobrevivió.
Mi gusto por las mascotas, sin embargo, no me enceguece. Los que protestan contra las necesidades de los canes en la vía pública y el desfile de paseadores tienen razón. No hay defensa argumentativa frente al delito de ensuciar los espacios comunes ni de ocupar lugares públicos con jaurías que ladran, lloran o pelean atados a algún poste o árbol mientras sus supuestos niñeros conversan, fuman y hasta toman cerveza al costado de la escena, impávidos, en tanto controlan el tiempo de la supuesta vuelta para regresarlos a casa. No digo que todos los paseadores sean iguales; hay excepciones; por eso sería ideal que los que realizan su tarea con responsabilidad estuvieran matriculados (no antes de una preparación), y así se podría regular su trabajo. También creo que deberían aplicarse multas a quienes dejan la caca de sus animales por ahí o que no tienen al día la vacunación. Al menos, la antirrábica, que es la única gratuita que ofrecen los institutos de zoonosis.
Los animales, también, ayudan a curar. La escena más conmovedora que presencié al respecto fue la de un caballo ya viejo, Corralito, en el Establo Terapéutico, acercando su enorme cabeza a la de Gustavito, un chico que sufría una enfermedad neurológica tan grave que nunca había logrado moverse por sí mismo. Corralito se agachó y apoyó suavemente sus enormes labios de caballo sobre la cabeza de Gustavito, que reptó unos metros -su único movimiento posible- para intentar tocar su cabestro.
¿Son inteligentes? ¿Capaces de emociones o de sentimientos? ¿Entienden o responden por condicionamientos? Discutirán los etólogos. A mí me interesa otra cosa.
Las mascotas domésticas entregan mucho amor, y amor del bueno, de ese que genera tibieza allí mismo donde dicen los tratados de anatomía que está el corazón.
¿Dan trabajo? Por cierto. Pero no ensucian la casa más que algunos maridos e hijos, y en cuanto a las diferencias que nos plantean como "no humanos" me parece que nos enseñan mucho sobre el respeto frente a lo que es distinto de nosotros, y también acerca de la responsabilidad, del hacernos cargo, virtudes que a menudo falta cultivar en nuestras sociedades.
Claro, para quien no entiende qué generan y qué ofrecen estos animalitos seguramente lo que escribo es un total desatino. Haría falta que tuvieran la oportunidad de comprenderlo. Por suerte yo la tuve. Y la tomé.
La autora es subeditora de LNR
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